jueves, 16 de septiembre de 2010

Volvi al ruedo...

Hace un mes que no escribo en el blog. Sé que mis lectores me reclaman y no puedo fallarles, pero algunas dificultades técnicas (no tengo más internet en casa...) imposibilitaron que pudiera seguir con mis narraciones y notas interesantes. Pido mil perdones por eso. Para re-ignaugurar el blog decidí postear un texto que escribí hace poco para la facultad que, aunque es un poco extenso, espero que lo disfruten. Bon a petit!


Suena la campana. Los caballos se acomodan en sus respectivos puestos. Los jockeys esperan ansiosos la señal de largada mientras sus asistentes terminan de acomodar la montura. El silencio hace zumbar los oídos. La tribuna calla, sus caras serias demuestran un largo análisis acerca de cada potrillo, corren desesperadamente hacia las boleterías como si su vida dependiera de esa jugada. En algunos casos, así es.

Esa mañana de sábado me desperté de muy mal humor: tenía sueño, no había dormido nada porque la noche anterior había salido a un bar por San Telmo donde entre risas y alcohol me olvidé de la hora. Llegué a mi casa muy tarde, el sol estaba levantándose de su descanso nocturno y sus primeros rayos golpeaban mi cara. Abrí la puerta de entrada del edificio, lentamente caminé hasta el ascensor e, instintivamente, apreté el botón. Subí hasta el cuarto piso peleándome con mi bolso que me escondía las llaves en los recovecos más profundos de su interior. La luz del pasillo estaba rota por lo que tardé unos minutos en encontrar la cerradura. La llave giró y en dos vueltas ya estaba en el interior de mi casa, refugiada en su calor, en su aroma a las milanesas que habían sido la cena del día anterior. Bostecé y me arrastré hasta mi cuarto. La cama estaba arropada con remeras, pantalones, medias, polleras, camperas. Parecía que alguien había puesto una bomba en mi armario y la ropa había volado hasta el colchón. Me había olvidado del desastre que hice para cambiarme. Junté la ropa y la tiré sobre la cama de mi hermana, que no estaba. Corrí el cubrecama y las sábanas y me acomodé entre las telas. Cerré mis ojos, con otro bostezo me quedé dormida.

A las nueve y media de la mañana sonó la alarma de mi celular. Lo apagué mecánicamente. Me tenía que levantar porque mi amiga Giselle me pasaba a buscar para ir al hipódromo. Me acurruqué mejor y seguí durmiendo. A las diez la alarma volvió a sonar más fuerte. Abrí los ojos y apagué el estruendo. Me tapé la cara con las sábanas y seguí durmiendo. A la media hora el despertador me gritaba para que me levantara. Abrí los ojos una vez más y descubrí la cruel realidad: eran las once menos cuarto. Giselle me pasaba a buscar en una hora y todavía me faltaba bañarme, secarme el pelo, plancharlo, cambiarme y estar desayunada. Mi rutina armada para salir de mi casa es indispensable. Salté de la cama y corrí al baño. Estaba ocupado. Aproveché para ir a la cocina a calentar agua para mi café matutino. Parecía que las habitaciones se alargaban y cada travesía por los pasillos duraba una eternidad. Me vestí rápidamente con lo primero que encontré en el bollo de ropa que había armado a la mañana temprano, no había tiempo para bañarse. Salteé pasos de mi cronograma perfecto. El café me esperaba en la mesa con un aroma intenso, despertando mis sentidos. No pude saborearlo porque la dictadura del reloj me lo impedía. Los minutos avanzaban, podía escuchar el timbre del portero eléctrico. Me apuré a guardar todo en mi cartera: un anotador y una lapicera, algo de cambio, aunque no estaba muy segura de apostar, el celular, un paquete de galletitas porque suponía que íbamos a quedarnos varias horas en el lugar, y las llaves de mi casa; acomodado todo, me senté a esperar. Salté de la silla cuando el portero sonó. Me despedí de mi familia y bajé hasta la puerta de entrada para encontrarme con Giselle. Las dos teníamos muchos nervios de ir al hipódromo. Caminamos hasta la parada del quince. Nos encontraríamos con Agustina más tarde en la puerta del lugar para pasar una tarde juntas viendo a los caballos, apostando sin saber nada sobre carreras ni apuestas.

De chica había pasado tantas veces por la entrada del hipódromo pero nunca había ingresado al recinto. Me imaginaba un lugar lleno de ancianos, sin discriminar estratos sociales, apostando, abrazados al alcohol para ahogar la desdicha de haberlo perdido todo. El colectivo avanzaba y mi mirada se perdía entre el paisaje urbano: edificios, autos, bocinas y semáforos. El viaje no duró demasiado: nos bajamos en la avenida Luis María Campos y Maure, y caminamos cuatro cuadras hasta llegar a la avenida Del Libertador. Estábamos completamente desorbitadas por el paisaje de ese barrio. Los lujosos edificios construidos a partir de diseños únicos y modernos, clásicos otros. La gente era otra en esa zona, sentía que nos miraban como si fuésemos dos extrañas en esas calles ostentosas.

Tardé en reconocer el gran edificio del hipódromo. Me sentí una estúpida, semejante lugar en frente de mi nariz y me costó percatarme de que eso que tenía adelante era el famoso hipódromo de Palermo. El desfile de personas que entraban al recinto daba a la escena un tinte de humor: algunos vestidos de gala mostraban sus lujosas prendas y sacones, en sus manos llevaban binoculares para poder observar con grandes detalles la carrera; otros, llevaban ropa más informal, deportiva, en algunos casos. Había algunas familias que habían organizado un sábado diferente llevando a sus hijos a ver a los caballos.

En la puerta saludamos a Agustina en un encuentro que parecía cronometrado. Avanzamos con mucha vergüenza al hall de entrada donde escuchamos que debíamos pagar veinticinco pesos para estar en ese sector. Las tres nos miramos y, sin decir nada, dimos media vuelta y caminamos hacia uno de los edificios laterales del hipódromo. No sabíamos por dónde teníamos que entrar, éramos novatas y nuestros rostros demostraban nuestra condición. Giré mi cabeza y pude ver un hombre de seguridad que nos sonreía reconociendo nuestras caras de desesperación. Le comenté que éramos tres alumnas de la UBA, que queríamos ver las carreras porque debíamos realizar un trabajo para la facultad, que no queríamos pagar por ver correr a los caballos, pero el hombre creyó que necesitábamos acreditaciones de prensa y nos indicó un puestito que se encontraba cerca del hall principal donde había un muchacho que, según él, sabría explicarnos qué hacer. Nos dirigimos hacia el joven y le comentamos que queríamos entrar. Comenzó a decirnos que entráramos por los laterales, que era gratuito. Nos acercamos al lugar que nos había indicado pero había vallas que nos impedían el paso. Por tercera vez consecutiva, preguntamos a otro hombre de seguridad cómo podíamos hacer para entrar y nos comentó que desde el segundo piso había una linda cafetería donde podríamos ver las carreras y, mientras tanto, tomar algo. Resignadas, comenzamos a caminar hacia el recinto. Al caminar siento que alguien nos chista. Era un anciano que se había dado cuenta de nuestro eterno paseo por la entrada del hipódromo. Me pidió que me acercara y casi en secreto me aconsejó entrar por el edificio contiguo donde, al costado del ascensor, había una puerta con unas escaleras que daban directamente a los palcos externos. Agradecí infinitamente su ayuda, por fin podríamos entrar. Al subir cada escalón, mi corazón latía más fuerte, no sólo por el ejercicio físico que implicaba, sino por la emoción que me generaba entrar por primera vez al hipódromo.

Nos acercamos a la pista donde se encontraban algunos jockeys montando a sus respectivos potrillos. La gente los ovacionaba con admiración y confiando que el caballo elegido sería el ganador. Noté enseguida que la mayor parte del público presente era recurrente a este tipo de eventos, sabían a quién y cuándo apostar, en qué orden numerar a los corredores, de qué manera jugar. Miré un folleto que habíamos agarrado en la entrada. En él se daban a conocer los nombres de cada caballo corredor, los jockeys, la caballeriza, los nombres de padre y madre de los potrillos, el entrenador y el puesto ganado en las cinco últimas carreras. El folleto nombraba además diferentes maneras de apostar: a ganador, segundo, tercero, doble, pick cuatro, imperfecta, exacta, trifecta. Iba a ser difícil jugar sin saber cómo. Le preguntamos a un hombre qué diferencia había entre las jugadas, nos dio una rápida explicación, que nunca terminé de entender, y se alejó de nosotras para obtener un lugar privilegiado en la siguiente carrera.

Las chicas fueron las primeras en apostar. Preferí ser prudente y esperar a ver cómo les iba. Las carreras pasaban y sentía el deseo de apostar, el deseo de sentir esos nervios incontrolables, el deseo de querer ver a mi caballo cruzando primero la línea de llegada. A la quinta carrera me decidí: tomé el folleto, busqué al potrillo número cinco, porque ese número había estado en mi mente toda la mañana, y les dije a mis amigas que quería apostar. Estaba segura de mi elección, su nombre “Muy Iluminado” me daba confianza, y quería vivir la sensación de vencer a la suerte. Me acerqué a la ventanilla donde un hombre tomó mi apuesta: “primero al cinco”, dije de manera decidida. “¿Cuánto vas a apostar?”, preguntó. La pregunta me descolocó, toda mi sensación de supremacía ante el azar se desvaneció y tímidamente pude decirle “cuatro pesos”. Ni siquiera pude apostar cinco como habían hecho las chicas anteriormente. El hombre me entregó el billete y caminé hasta las vallas que separaban la pista de los meros mortales.

Estaba muy segura de mi apuesta y me arrepentí de no haber apostado más dinero. La campana empezó a vibrar dando señal a los jinetes para que acomoden a sus caballos en sus respectivos puestos de largada. El relator prepara al público creando un clima de mucha expectativa. La señal de largada fue la protagonista del momento. “Y se largó la carrera. Se acerca a la delantera por delante de la pista el cinco estirándole ventaja al uno, muy cerca de ellos el dos”. Mi confianza fue aumentando rápidamente a medida que escuchaba las posiciones que los caballos iban tomando. “El número cinco por la delantera, en su búsqueda avanzando el tres seguido por el dos. Vienen buscando la señal indicatoria de los setecientos metros. Lo viene haciendo el cinco en la delantera”. Muy Iluminado estaba ganando la carrera. “Hacen su ingreso a tiro derecho final. En la señal indicatoria de los quinientos metros no hay variantes, siempre el número cinco en la delantera”. El público presente comenzó a ovacionar a Rodrigo Blanco, el jinete de Muy Iluminado. Parecía que el cinco había sido favorito en las apuestas. Me di cuenta de que yo también estaba gritando y festejando por el inminente triunfo. Estaba feliz. Podía ver cómo los caballos se acercaban al final de la pista, el cinco siempre adelante, con ventaja. Registré todo con la cámara de mi celular. No quería olvidarme nunca de este momento. El cinco se llevó los laureles. Había ganado.

Salté y festejé hasta cansarme. Me acerqué enseguida a la ventanilla a reclamar mi premio. Sabía que no iba a ser mucho pero me interesaba que todos supieran que había ganado. La novata. El hombre que había tomado mi apuesta me sonrió y me dijo que tenía que esperar a que dieran la repetición de la carrera en las pantallas que había en la pista. A penas terminaron de reproducirla corrí nuevamente hasta la ventanilla. Entregué el boleto ganador y a cambio me otorgaron diez pesos con cincuenta centavos. Estaba orgullosa de mi olfato hípico. Ahora comprendía por qué tanta gente juega a las carreras una y otra vez, con una ansiedad peligrosa. Si hubiera tenido más tiempo y plata habría estado apostando en las siguientes carreras. El hipódromo me había capturado. El sabor dulce de la victoria me había atrapado como la miel a las moscas.

Salimos las tres del hipódromo y volví a la realidad. El bullicio de los motores de los autos avanzando en la avenida Del Libertador, las bocinas y el olor que provenía del caño de escape de los colectivos me sacudieron, despertándome del sueño. El sol brillaba con intensidad, las nubes grises habían desaparecido y un viento cálido nos abrigaba. El clima nos acompañaba dándole un final oportuno a nuestra tarde en el hipódromo.






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